Ella está ahí.
Va
atravesando la noche calurosa fluyendo fresca, húmeda, de pelo al
viento.
Ella
está en la fiesta y conversa y se ríe y baila porque es joven y
linda y buena.
Ella
está sana, curada de todos los rencores. Sabe amar y dejarse amar. Sabe respetar los
límites de los demás y defender los propios.
Sabe
cómo pelear por lo que quiere. Sabe cómo dar incondicionalmente. Sabe cómo transcurrir los dolores
inevitables y aprender de ellos.
Conversa,
se ríe, baila y entiende.
Ella
está ahí.
Tiene
mucho calor y manchas de transpiración en el vestido. Está sola en
la fiesta y no puede dejar de pensar en eso.
Se
mete en el medio de la pista y baila en contra de la música,
exagerándose a los gritos.
Baila desesperadamente, buscando una mirada que justifique su existencia al menos por un rato.
Cuando se encuentran, ya no hay más ruido. Todo va volviéndose sonidos y suelo.
Sólo escuchan sus pies pisando un ritmo fuerte contra las
baldosas de la pista. Silencio
absoluto y los pies. El ritmo tiene sentido en sí mismo, es total y
completo. Van ensimismándose hasta perderse.
Entonces ella está ahí, sencilla, bailando a su propio ritmo, totalmente carente del significante, sin reconocerse a sí misma ni ser mirada por nadie. El cuerpo baila solo, relajado, pleno, feliz, automático.
— ¿Nunca escribiste nada pensando en mí? Me preguntó anoche.
— No. ¿Porqué habría de hacerlo?
Arte Plástico: Anita Fergunsoni
Textos: Gabriela Ojeda
Fotografía: Braulio Suárez
Fotografía: Braulio Suárez
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